Justicia
La tinta se adentraba entre las hebras del papel como una bala en lo más profundo de un cráneo. Si pudieran, las hojas gritarían ante los espantos que en ellas su cruento autor estaba escribiendo. Él había dejado hace mucho de intentar negar lo que era, de luchar contra sí mismo. Los vicios humanos... <<es curiosa nuestra intolerancia. Esa cualidad que nos acerca a las bestias más despiadadas que son intransigentes con todo aquello que no acompaña a su pensamiento. Esa sensación que corroe las entrañas y te impide callar y no hacer nada ante tu descomposición interna.
A la mente venían imágenes remotas de cuando el caos se desencadenó y pasó a ser más animal que persona. Una pistola. Un solo movimiento. Una bala rompiendo hueso que se fragmentaba como una lámina de cristal y atravesaba centímetros de una masa gris mientras arrebataba una vida. Aquel tipo jamás debió echarlo, jamás debió reírse en su cara... Y de él fue la culpa de lo que vendría después. Había otorgado una nueva forma de calmar su ira, una forma que sosegaba como ninguna otra esa corrosión, una nueva forma de justicia. La única forma en la que aquello que te desequilibra desaparece para siempre>> Y el problema es que ya solo esa sensación lo hacía feliz.
Como en todo buen libro, las visiones se creaban increíblemente nítidas en su mente mientras releía las demenciales palabras. Volvía a verse en aquella azotea. El gélido tacto del rifle acariciaba sus manos.
De nuevo en su lúgubre habitación, ahora se podían escuchar los lejanos murmullos de la television dando la misma noticia todo el día; noticia en la que el misterioso escritor estaba demasiado involucrado
Todo ese ambiente no hacía sino agilizar su ritmo de escritura mientras narraba los últimos compases de su acto.
La gala era repugnantemente glamurosa. Habían pasado ya varios posibles blancos bajo la mira, pero aún no debía pasar a la acción ni mover un dedo.
Si había llegado hasta ese punto había sido por su profundo odio hacia la sociedad que lo rodeaba. Una sociedad incapaz de ver y admitir sus defectos; donde la fama se reparte por cómo eres y no por lo que haces; donde hilos se enredan y agarrotan las extremidades de quienes la forman, guiándolos con mano férrea, controlándolos (y lo peor), haciéndoles creer que son ellos quienes eligen y que cualquier opinión es válida.
Él volcaba todos los problemas ahí. Repudiaba ver a jóvenes obsesos y manipulados gritar ante la imagen de un ídolo que los que mandan habían elegido para ellos. Era algo que había que eliminar. Su mente enferma no quería negar o criticar a lo que repudiaba; había encontrado un método mucho más efectivo y que todos, en lo mas oscuro de nosotros, nos gustaría hacer.
Allí estaba. Una limusina blanca aparcó frente a la lona roja. Aquel vehículo representaba lo imposible del resto de personas, era otro de los muchos signos que ponían a la estrella en un universo superior, y a los demás en su mundo paupérrimo en valores, a pesar de que ambos son personas, e incluso en muchas ocasiones, la estrella tiene mucho menos valor que sus propios fanáticos.
La multitud gritaba mientras el objetivo andaba a paso lento, con una falsa sonrisa, saludando, sin saber que una parca con un rifle lo llevaba esperando para ser el siguiente en su lista.
El viento silbó. Los cánticos de júbilo se tornaron a alaridos de puro horror. La bala se clavó entre las cejas, y el cuerpo cayó sin vida al suelo
Había llegado al final del papel. La narración de un asesinato real escrito por el asesino. Nadie como una bestia es capaz de describir la intolerancia, el odio y los impulsos homicidas, que sufraga para soportar la sed de sentirse bien con ella misma.
Cada vez que terminaba un relato, se levantaba y acudía a su biblioteca mientras una pregunta le recorría la mente: ¿Por qué unas personas valían más que otras? Porque miles de personas habían muerto ese día, pero una sola, con la que él había acabado, ocuparía todas las portadas y telediarios. Y creía tener la respuesta a su pregunta; pues era que las personas eran solo mercancías, sometidas a una forma de esclavismo evolucionada y encubierta, que la propia mercancía se ocupaba inconscientemente de perpetuar. Quizá por eso le daba tanto asco esa gente, quizá por ello rechazaba todo aquello, quizá por ello mataba a sus precursores.
Y tras él, yo me pregunto ¿era él tan solo una bestia, o el único que se atrevía a acabar con algo tan asqueroso, buscando justicia?
El misterioso escritor llegó a la biblioteca y depositó su última obra junto a los otros 500 libros que llevaba ya escritos, cada uno con el nombre de la persona a la que había matado.