Karma Naranja
Las hiedras ascendían por doquier entre las húmedas grietas de las casas, en su mayoría semiderruidas, que tiempo atrás albergaban al menos un mínimo signo de vida. El reciente superado verano, caluroso, no había incidido en exceso en el ridículo transcurrir del tiempo en el pueblo, como motivos principales, por el abrigo de la montaña y la práctica inexistencia de habitantes.
Calles, aún sin asfaltar, tétricamente vacías; casas vacías; corrales vacíos; tiempo vacío; sueños vacíos; recuerdos vacíos... Otro de muchos lugares en los que el éxodo y la madre Muerte habían acabado por deshabitarlo. Mas, donde hubo vida ésta permanece. Entrado el otoño, un naranjo, uno solo, donde yermo y árido definían el suelo, él se erigía, con frutos, formando un formidable espéctaculo, más aún en consonancia con la ausencia de cualquier otro acontecimiento que merezca la más mínima mención.
Cada día, a la misma hora, una mano temblorosa salia de la casa contigua, entraba al huerto del naranjo y lo regaba con una vieja regadera metálica. Se quedaba quieta y miraba al naranjo, fijamente, para soltar una lágrima y retornar al interior.
Conducir por las tortuosas carreteras de montaña se torna complicado, pero él quería huir de un pasado oscuro y lúgubre rodeado de personas desconocidas que fingían vivir en sociedad. Su viejo coche rojo mate rugía roncamente cuando Aranjo se vio elevado allá a lo lejos. La torre del campanario era inconfundible. Un campanario donde ni las cigüeñas anidaban. Era la única edificación que se mantenía firme a pesar del abandono del pueblo.
¿Qué motivos impulsan a un humano a la soledad de forma voluntaria cuando todos suelen huir de ella?
La bruma del alba calaba el cuerpo del atormentado conductor incluso protegido este por las lunas del coche. El sol, recién salido, solo caldeaba ligeramente el ambiente, y habría que esperar unas horas para notar sus efectos.
El automóvil enfiló un último camino de grava que llevaba hasta el pueblo, organizado a ambos lados de aquella penosa vía. Sobre el asiento del copiloto descansaba el periódico de su antigua localidad. Un reportaje sobre pueblos abandonados. Aquella era la razón de que se encontrara allí.
El grito de un gallo partió la mañana justo cuando el coche se detuvo y el motor enmudeció. <<Al menos hay animales>> pensó.
En el asiento trasero, Dickens, un gato de color grisáceo, dormitaba tranquilamente sumido en esa atmósfera de quietud. Aquello sacó una tímida sonrisa al bueno de Norman. Norman. Aquel día hasta su nombre sonaba extraño.
¿Estaría ya preguntándose que habría sido de él? No, aún parecía ser pronto. Y mejor. Porque tarde o temprano alguien entraría en su casa y descubriría lo que había hecho...
Inspiró con fuerza. El aire de allí se notaba más puro, pero también cargado de un tinte inusual. Caminar lo ayudaría a despejarse. Sus zapatos se hundían en la grava dirigiéndose a algún lugar más inmerso en aquel pueblo.
Ruinas e hiedras. Muros de piedra y de loza. Rastrojos. Espigas. Arbustos. Nada fuera de lo que su imaginación ya había supuesto. Norman conjugaba su reflexión con el viaje que ahora estaba realizando su imaginación recreando en su cabeza aquel pequeño pueblo cuando gozaba de todo su esplendor. Habría gente recorriendo las calles, saludándose con efusividad, niños corriendo... Solo un repentino pensamiento lo distrajo; se había olvidado de cerrar el coche- Un pequeño agobio lo sobrecogió, pero en seguida recordó que nulas posibilidades había de que éste le fuera sustraído.
Toda esa actividad se colocó en un segundo plano al ver el naranjo. Fue un shock. Era bello, aunque aun así era inexplicable como un simple árbol podía provocar tal sensación. Era un remanso de vida en la tierra yerma.
Norman se acercó a él, casi sin parpadear. Penetró en el huerto y se plantó ante el árbol, que lo atraía de un modo casi hipnótico. Pronto advirtió lo que resultaba evidente, a la par que un poco inquietante: aquel naranjo necesitaba de cuidados; debía haber alguien más allí. Su primer instinto fue echar la vista atrás, para comrpobar como la casa contigua al huerto estaba en admirable buen estado. Algo nervioso, caminó hacia una de las puertas de entrada a la casa. Intentó abrir. Cerrada. Era desconcertante, y más lo hubiera sido de no haber cantado el gallo. Pero ya era más tarde, no era el momento, además de que el grito era mucho más cercano que antes, mucho... Se localizaba bordeando la esquina de la casa. Norman se acercó, rápido, y echó un vistazo justo para verlo. El gallo. Empalado en una estaca. Muerto. Nada más. Él debía haber cacareado, pero no podía ser... Dio dos pasos hacia atrás, dispuesto a huir de allí. Intentó mantener la calma y alejarse a paso lento. Era fácil escapar y orientarse debido a el simple plano del pueblo. Cuando Norman ya se alejaba, la puerta se entreabrió y, medio sumidos en sombras, unos ojos grises analizaban al intruso. Los dueños del naranjo.
Norman ya había acelerado el paso, porque un pensamiento le recorría la mente, ¿Por qué una puerta cerrada con llave? Nadie podría entrar, no había nadie, no era necesario.
Ya veía su vehículo, de aquel tono rojo descolorido. Y cristales rotos en el suelo. Norman corrió por la grava y llegó al coche. Tenía una ventanilla rota. Su primer pensamiento fue que pretendían robárselo, hasta darse cuenta de que los cristales estaban por fuera. Y Dickens no estaba. Manchas rojas teñían el resto de la ventanilla. El gato gris había intentado escapar de allí desesperadamente., aterrado, pues de otra forma no habría podido sacar la fuerza para romper el cristal. Pero, ¿por qué? Cada vez estaba más desconcertado. Pasaba algo en aquel lugar, un lugar que, de no ser porque el sol brillaba en todo lo alto, sería un escenario terrorífico.
Norman se puso instantáneamente a la búsqueda del felino. Tenía reparos en gritar a pesar de estar completamente solo. Aparentemente solo. Esta vez caminó en la dirección opuesta. Se introdujo entre las derruidas construcciones parduzcas, comenzando otro monótono caminar. Tomó la decisión atendiendo a las diminutas manchas de sangre, aún frescas, de su compañero desaparecido. Las manchas estaban dispersas y era complicado seguirlas. Norman debía recurrentemente rehacer sus pasos porque perdía el rastro. Eran diminutas gotitas y había que estar muy pendiente. Éste lo condujo a un nuevo edificio, igualmente antiguo, pero mejor conservado. Parecía un local, un viejo bar estilo Western, incluso con sus características portezuelas. Él echó un vistazo dentro. La luz era escasa por la pequeñez de las ventanas y la gruesa capa de polvo unida a ellos. Al empujar la puerta, ésta se desplomó, resonando gravemente su eco dentro del bar. Norman tragó saliva <<¡Dickens!>> sin respuesta.
Una vez superado el miedo inicial, penetró en aquella estancia y el miedo pasó a ensimismamiento. Aquel debió ser un sitio increíble. La mugrienta barra descansaba como vigía del lugar, y el decorado conformaba una red tramada de adornos americanos. Varias plantas en la penumbra crecían cercanas a la luz que se deslizaba por las translúcidas ventanas por culpa del polvo. Los desperdicios y pequeños fragmentos descorchados del techo impedían pisar con seguridad. Entre ellos, la visión de Norman se concentró en un punto. Un marco, ya roto, albergaba un recorte de periodico con aspecto de ser bastante antiguo. "Tragedia en Aranjo" El titulo ya le llamó la atención. Lo recogió del suelo, lo sacudió y comenzó a leer. En el artículo que él ya leyó para encontrar el pueblo no se comentaba el motivo de su abandono; y mucho menos podía intuirse que fuera por aquella causa. Los ojos de Norman se abrían como platos y el vello de su espalda se erizaba- Nadie podría leer esa noticia sin ponerse a temblart. Era escalofriante. La tiró. No podía seguir leyendo. Pobres niños... Morir así... Nadie podía ser tan desalmado como para hacer eso. El pueblo jamás podría haberse recuperado. Norman acabó por salir de aquel macabro lugar mientras tiraba el recorte en el que se veía aquella fotografía de tres niños atados a unas sillas, demacrados, mutilados, devorados por minúsculas dentelladas de gatos que alguien habían encerrado con ellos en la misma habitación, muertos de hambre, para que sufrieran como los felinos les arrancaban la piel a tiras.
Norman pasó horas buscando. Cada poco tiempo debía pararse a mirar a todos lados. Sentía que lo estaban observando. Sus ganas de marcharse iban en aumento: el sol se iba marchando y las sombras lánguidas se proyectaban cada vez más alargadas. El frío de la montaña comenzaba a aflorar. Todos los signos indicaban una huida inminente, hasta que lo volvió a ver. El naranjo. Explicar el poder atrayente del árbol era arduamente difícil. Parecía susurrarle. Atraerlo con un aroma dulce y espeso. Una naranja se cayó. Norman corrió casi hechizado a los pies del árbol y se agachó. Dudaba si tocar la naranja. Algo le decía que no lo hiciera. Sus dedos se acercaban. No se controlaba a sí mismo. Iba a tocarla. Estaba a punto. Casi... Casi... Y una mano lo agarró fuertemente del hombro.
<<¡Dios!>> gritó Norman. Al girarse vio a una mujer, ya mayor, de ojos grises, con una pequeña sonrisa, como burlándose tímidamente de su desmesurado sobresalto.
<<Uf... Disculpe>> dijo Norman respirando ya tranquilo. De pronto, toda su angustia se desvaneció. Es curioso como los humanos nos sentimos mejor una vez que se encuentran con uno de sus iguales, aunque realmente sea a estos a los que debería temer.
La anciana tenía una voz dulce, que le invitó a entrar en la casa. El nerviosismo aún estaba algo patente, pero Norman ahora se daba cuenta de lo irracional de su miedo. Aquel era un pueblo normal. aunque abandonado, donde solo vivía una ancianita que había rehusado de marcharse del pueblo que la vio crecer. Debía concentrarse únicamente en buscar a Dickens.
Entraron por la puerta que antes permanecía cerrada, aunque Norman tuvo tiempo de comprobar como el empalado gallo había desparecido.
El salón en el que ahora se encontraba tenía un aspecto rústico, de decorado rural, con una chimenea sobre la que descansaban estatuillas de diversa naturaleza. Había una cabeza de ciervo en una de las paredes. Dos sillones y un sofá protegidos por una colcha verduzca junto a una mesa completaban el mobiliario.
La anciana propuso a Norman que esperara en el cuarto mientras ella le traía algo de beber. Varias cosas le extrañaban, hasta que encontró la respuesta a sus dudas. Se fijó en los numerosos marcos, con fotos, en sepia o en color, de la anciana con un hombre, también mayor, que parecía ser su marido. Por ello aguantaba la anciana allí en tan buen estado.
La mujer volvió de la cocina con dos vasos llenos de zumo anaranjado que se notaba recién exprimido, y, mientras se lo ofrecía a Norman, le preguntó el motivo de su visita.
<<Mi gato...>> comenzó, consciente de que aquello no era lo que le había preguntado; pero el pasado era algo que debía ocultar.
Despues de relajarse un poco charlando, ella continuó hablando, exhibiendo una verborrea digna de pueblo, aunque con voz queda. llegó el momento de preguntarle por su marido... Norman lo hix¡zo y ella pareció sonreir. Le contó largas conversaciones sobre su amrido, con una inexacta relación entra la alegre expresión de su cara y el tono pobre y áspero de su voz, de los que Norman solo extrapoló que su marido volvería pronto de su visita semanal a la ciudad para abastecer el hogar.
Un reloj de pie resonó von un poderoso eco desde algun lugar de la casa. La anciana torció ahora su gesto y salió de la habitación pronunciando susurros inaudibles. Norman volvió a sentir aquella atmósfera de inseguridad, de componentes irreales que calan los huesos. Empezó a encontrarse mal, le dolía la cabeza, se sentía de una forma extraña, como drogado, y solo un chillido de Dickens lo activó. Norman corrió hacia donde la mujer había desaparecido. Llegó a una cocina impoluta, blanca, de limpios azulejos y ni un atisbo de desorden. La anciana, con la cara desencajada, sádica, sostenía un cuchillo, un hacha cuadrada utilizada para cortar carne. Dickens acababa de ser atravesado por ese gran cuchillo y ahora descansaba, en dos partes y totalmente ensangrentado, sobre la encimera, aunque aún podía gritar. n las paredes, otros gatos de todas las tonalidades habían sido desviscerados y clavados con clavos de cada una de las extremidades. La anciana mantenía en sus ojos la pasión y disfrutaba con aquella rutina que tanto la llenaba <<Te estaba preparando algo de comer>>
Norman huyó. Cuando percibimos algo que nuestro cerebro no es capaz de asimilar, volvemos a nuestro yo más primitivo.
Los edificios parecían abalanzarse sobre Norman como evitando que escapara. Nubes de polvo pardo se levantaban a su paso, acompañados por los latidos de su aterrado corazón. Llegó a la calle principal y vió su viejo coche hacia el que corrió sin pensarlo. Abrió la puerta y se tumbó de tal forma que no lo vieran por las ventanillas. Estás estaban empañadas , con diminutas gotas de cristal. Norman pasó allí un tiempo que parecía extenderse como siglos hasta que oía pasos. Simples pisadas hundiéndose en la grava. Avanzaban como un macabro metrónomo que parecía anunciar un funesto desenlace.
Una mano chocó contra el cristal. El sonido de la fricción de la mano retirando el vaho recorrió las entrañas de Norman. Podía ver ahora el desfigurado rostro de la anciana, con los ojos amarillos y con la sed de acabar con otra vida.
Sonó una melodía. Sonaban las campanas del campanario. Sonaba todo junto en un sentido réquiem. Y ella se marchó. Cambió su semblante y pareció caminar hipnotizada hacia el campanario. Norman también se sentía extrañamente atraído. Salió del coche, pero aún con cordura, siguió la anciana a una prudencial distancia. El cielo, lleno de nubes negras, tenía destellos naranjas que los alumbraban. La torre del campanario se alzaba ahora. Ella entró. Él dudó un momento pero la siguió. Ahora la extraña melodía era más grave y se acompañaba de profundos lamentos reverberados desde un lugar desconocido. Tras Norman entrar, el portazgo de entrada se cerró súbitamente y él solo pudo ocultarse tras una de las altísimas columnas.
Veía a la anciana caminar entre los bancos mientras la melodía iba aumentando el tono. Estaba llegando a un volumen inaguantable. El cerebro de Norman pareció plegarse y retorcerse de puro sufrimiento, y el esfuerzo para mantener la vista era sobrehumano. La mujer llegó a la parte más profunda de la iglesia y se giró. En las cuencas ahora vacía de sus ojos había fuego, fuego anaranjado, formando una tez diabólica. El cántico se volvió más estridente ante el sufrimiento de Norman. Llamas púrpuras y carmesí aparecieron y rodearon a la anciana. Era un ritual. <<Me reúno contigo, cariño>> gritó ella con voz demoniaca- Ascendió embuida en llamas, con Norman ya en el suelo de puro dolor. El fuego penetró en su cuerpo y la envolvió. La anciana parecía fraguarse. Estaba perdiendo su carcasa y cambiando a otro ser.
<<N...No...>> balbuceó Norman. <<Sí amor>> su esposa, , su joven mujer era la que ahora estaba suspendida en al aire. Su amor de piel pálida y pelo largo. La persona a la que había asesinado y debía estar desangrada en su casa... Estaba ahí...<<Pagarás... por lo que has hecho>>
Ella profirió un alarido que Norman no soportó. Desorientado, saltó por la ventana, desgarrándose la piel con la cristalería.
El espectro lo perseguía sobrevolando el pueblo con el fuego aún rodeándolo. Norman corría por su vida, sin rumbo, por donde ella lo dejaba, pues lanzaba fuego y cortaba algunas vías de escape. Lo estaba guiando. A la casa. Al jardín. Al naranjo.
Norman tropezó y cayó al suelo, manchándose de barro. Ella llegó. Lo miraba con una sonrisa tierna en un gesto malévolo.
<<¿Qué?>> balbuceó Norman que creyó escuchar mal <<Cava>> Él arrancaba la tierra de al lado del naranjo a puñados, destrozándose las uñas, que se partían en pedazos mientras excavaba. Tocó algo duro. Su difunta esposa retiró el resto de tierra de alguna forma y Norman lo vio. El ataúd. <<Abre>> El ataúd se manchaba de la sangra que brotaba a borbotones de sus dedos. Norman descorrió los anclajes, para encontrarse con el esqueleto carcomido del marido de la anciana, comunicado con las raices del naranjo, que había roto la esquina del féretro..
En ese momento lo comprendió. El naranjo.Vivía. Era como si viviera, alimentándose del cuerpo del hombre- Así se mantenía. Por eso sobrevivía. Era su alma. Y Norman había bebido del zumo.
<<¿Lo ves ahora?>> dijo <<los actos que cometemos vuelven contra nosotros. Me mataste. Huiste. El destino ahora me satisface. Se acabó. Ocuparás el lugar para que el naranjo viva>> y el espectro embistió a Norman en un brutal chillido.
Conmocionado se despertó. Mantenía ciertos recuerdos. Todo estaba oscuro. Con la mano derecha palpó su alrededor. Madera y algo que no llegaba a distinguir- Sostenía algo en la otra mano. Cerillas y un papel. Encendió una cerilla, giró la cabeza, y contempló el cadáver del marido de la anciana. Estaba en el ataúd, encerrado.
Atrapado por la claustrofobia, el papel se deslizó de su mano. Norman jamás llegó a leerlo. Era un cuadrado en el que solo ponía <<¿Qué de esto ha sido un sueño?>> en palabras tan profundas como los arañazos que Norman intentó hurdir en el ataúd, buscando una salida que nunca apareció.